viernes, marzo 06, 2009

Love in two wheels

Desde los 17 a los... ¿26? la bici fue mi segunda piel y Buenos Aires una ciudad pródiga en aventuras. En las horas diurnas era una ráfaga que volaba entre facultades y laburos y por las noches pura nocturnidad de seudópodos estirados para acariciar el infinito. Un buen día, no sé muy bien por qué, afinqué la bici en la cocina y nunca más la volví a tocar. Pasó un lustro de andar a pie, en colectivo, bajo tierra o en el viejo y noble caballo, y la bici fue juntando polvo hasta convertirse en un mueble casi invisible de mi rutina. Por suerte el capricho opera en ambas direcciones y a fines de octubre del año pasado me encontré, una vez más, navegando en dos ruedas las calles de la ciudad más linda del mundo. Como buen melanco ya siento nostalgia por este verano que agoniza en lluvias raras y que me permitió recuperar la alegría del viento en la cara y la sorpresa agazapada.

Esta reflexión algo absurda surge de la lectura del artículo "Antropología urgente en bicicleta", que recomiendo con tanto fervor como al vehículo en cuestión:


Marc Augé, el teórico de los no lugares, el cronista de la deshumanización del espacio urbano, hace también un ferviente Elogio de la bicicleta; librito aparecido también en el último año, en ocasión del proyecto de bicicletas comunitarias como transporte público que le está cambiando la cara a ciudades como París, Barcelona, Londres y pronto –ojalá– a Buenos Aires. Nuestra ciudad podría ser un caso emblemático. Porque nada más fácil aquí que una primera reacción de negación; decir que es imposible. Pero la idea de la bicicleta como medio de locomoción protagonista en la ciudad no es tratar de acomodarse a lo que hay, sino justamente una invitación a transformar lo dado. En un momento de urbanización del mundo, escribe Augé, donde los sueños rurales están condenados al clisé de la naturaleza domesticada de los parques regionales o a sus simulacros, los parques temáticos, el milagro del ciclismo reinventa la ciudad como un lugar de aventura. El sistema que pone bicicletas a disposición tanto de los habitantes como de sus visitantes obliga a reencontrarse, socializar las calles, rehacer los lazos vitales y soñar con un nuevo espacio. El libro de Augé, como un espejo del fenómeno que retrata, es en sí un lugar de encuentro; porque, lo que rara vez ocurre, la teoría parece encontrarse con la práctica; el catedrático se confunde con el hombre común; el pesimismo reinante en la academia deja de lado por un rato su pasión por el cinismo, sonríe e invita a la acción.

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